Desde que en 1996 flipamos con Independence Day, la humanidad siempre ha tenido el sueño de destruir civilizaciones alienígenas. Pero hubo un tiempo en el que todavía teníamos cierto respeto por el resto de habitantes del cosmos, un tiempo de ilusión en el que un grupo de hippies doctorados en astrofísica todavía se atrevía a preguntarse: ¿y si alguna vez las estrellas nos envían un mensaje de paz, en vez de un aluvión de rayos láser que haga estallar nuestros edificios institucionales y monumentos significativos?
La chispa de la detección astronómica de seres de otros mundos la encendieron concretamente dos científicos estadounidenses, Carl Sagan y Frank Drake, en 1960. Quizás nunca consiguieron convencer a todo el mundo de que aquello no era un efecto secundario de una cuantiosa dosis lisérgica, pero eso no les impidió empezar a recibir fondos públicos y ponerse a trabajar en lo que luego sería llamado el proyecto SETI: los radiotelescopios, instrumentos que hasta ahora habían hecho una excelente labor cartográfica del cosmos, empezaron también a escuchar a las estrellas en búsqueda de cualquier susurro que tuviese alguna probabilidad de ser achacado a causas biológicas. No tenía por qué estar dirigido a nosotros (de hecho, eso es lo menos probable), sino simplemente ser el producto de las comunicaciones que ellos tengan consigo mismos. A fin de cuentas, nosotros llevamos unos 200 años emitiendo señales de radio de forma ininterrumpida al resto del espacio, ¿por qué otra civilización inteligente no iba a descubrir esta tecnología en algún momento para utilizarla en su provecho? La ciencia que había detrás de esta posibilidad, si bien algunos dijeron que pecaba de ser demasiado optimista, estaba fundamentada y merecía ser puesta a prueba. Además, las implicaciones filosóficas y científicas de un posible éxito serían arrolladoras, nada menos que el descubrimiento más asombroso de todos los tiempos: no estamos solos en el universo. ¿Lo consiguieron?
Medio siglo después, podemos decir que… no. Si bien ha habido algún momento donde se ha creído detectar algo, nada es conclusivo, y todavía estamos como al principio. O quizás peor: el abrupto final de la nueva matriz de radiotelescopios del SETI, el Allen Telescope Array, inhabilitado por falta de financiación desde abril de 2011, ha sido un duro golpe para el proyecto, y de momento no hay visos de que vaya a recuperarse ni siquiera a largo plazo. Vivimos tiempos oscuros para la astrobiología.
Pero… ¿tan descabellado es pensar que si en 50 años no hemos encontrado nada es porque, efectivamente, no hay nada que encontrar? Es verdad que no apetece posicionarse del lado de los aguafiestas, pero en este caso tenemos más que cierta nostalgia por películas ñoñas de Steven Spielberg para poder justificar la búsqueda científica de extraterrestres: simplemente, el universo es inmenso, y todavía no hemos buscado lo suficiente, ni en todas las longitudes de onda disponibles. Es como si nos pusieran a buscar una aguja en un enorme pajar y al coger la primera brizna dijésemos: ¡no hay aguja!
No, no se nos ha olvidado que esto es un blog de lingüística. De hecho, ahora mismo íbamos a preguntarnos lo siguiente: si alguna vez nos envían una de estas señales, ¿qué aspecto podría tener? Los que vieron la película Contact, basada en el libro de Carl Sagan, saben que una buena manera de despejar dudas sobre si el mensaje es producto de un ser inteligente es empezar con una cadena de números primos (2, 3, 5, 7, 11…). No hay nada en el universo que de forma natural produzca señales en forma de números primos, así que tendríamos que concluir que estamos tratando con otra cosa, otra cosa que nos está diciendo «hola» desde los confines del espacio.
A partir de ahí, ¿qué posibilidades de entender algo tendríamos? Primero, hay que pensar que si somos prácticamente incapaces de comunicarnos con seres de nuestro propio planeta como los chimpancés, que tanto tienen en común con nosotros, es muy difícil que seres que no tengan ADN como tal y que hayan surgido en entornos completamente distintos al nuestro puedan decirnos algo comprensible. Wittgenstein decía que si un león adquiriera de repente la facultad del lenguaje, seguiríamos sin ser capaces de entendernos con él. Si por casualidad pilláramos una de las transmisiones internas, no dirigida a ninguna civilización exterior, probablemente seríamos incapaces de enterarnos de nada más allá de que se trata de algo muy raro.
La única solución que se nos ocurre, y que sin duda puede ser algo decepcionante tanto para los lingüistas como para los fans de Star Trek, es que las matemáticas son la clave. El único tipo de información que podría transmitirse con una pequeña posibilidad de ser entendido por cualquier cultura alienígena es la matemática. Piénsalo: las matemáticas, que nosotros sepamos, no cambian de un lado al otro del universo, no dependen de la cultura y se mantienen estables a lo largo del tiempo en su nivel más básico. ¿Qué es más universal que las matemáticas?
En un próximo post le daremos la vuelta a la tortilla y daremos un repaso al fenómeno contrario: intentos humanos de mandar mensajes a las estrellas. ¡Os esperamos!